¡Que viene el veraneo!
El veraneo como tal, el compromiso profundo con el disfrute de unas vacaciones veraniegas, es un descubrimiento europeo de hace siglo y medio. Por supuesto, determinadas clases privilegiadas, por ejemplo, los patricios romanos o la aristocracia británica, en momentos privilegiados de la historia, por ejemplo, el Alto Imperio o la época del rey Jorge III, pasaban con asiduidad la temporada estival en sus fincas del campo o el mar (Capri o Weymouth), aunque residían y tenían su vida social en la ciudad.
Pero es a finales del siglo XIX cuando se “inventa” un verano especial, de recreo, en que se instaura un tiempo del año en que forzosamente se produce un corte, un marco de excepción, coincidente con el descanso de las tareas productivas ordinarias, en que la finalidad es recreativa, un recreo tranquilo o agitado, según edades y temperamentos. El descubrimiento se produce en Francia.
Inicialmente, se tradujo el veraneo en el acudimiento de la aristocracia y la alta sociedad a los baños de mar en sitios de moda, empezando por La Costa Azul (la denominación, nada original, procede del título de un poema de 40.000 versos, La Côte d´Azur, del poeta borgoñón Stépen Llégerard, en que se describe de manera insufrible la belleza de la costa provenzal, aunque era invernante de Niza y no veraneante).
La capital de La Costa Azul es Niza, con los grandes duques rusos antes de la Revolución, y los otros focos fueron Cannes, una invención inglesa, y Montecarlo, basado en el juego del casino. La época aristocrática de este proto-veraneo acabó con la I Guerra Mundial.
Biarritz fue impulsada al turismo de verano internacional por la emperatriz Eugenia de Montijo, donde fue veraneante también el rey Óscar de Suecia y Noruega, siempre de incógnito el rey Leopoldo II de los Belgas con la baronesa Vaughan, la reina Natalia de Servia, exiliada de riguroso luto por el asesinato de su hijo el rey Alejandro y la reina Draga, muertos en palacio con nocturnidad por oficiales de la rama pretendiente Karageorgievic, así como en su últimos años la emperatriz Victoria, con su hijo, el Príncipe de Gales, futuro Eduardo VII.
El veraneo elegante de París fue el de Deauville, en Normandía, desde el II Imperio. Si Biarritz fue lanzamiento de la emperatriz Eugenia, Deauville lo fue del medio-hermano adulterino del emperador Napoleón III (era hijo de la reina de Holanda, esposa de Luis Bonaparte, madre del emperador), duque de Morny, presidente del consejo desde el golpe de estado de 1852 hasta su muerte en 1865. Aunque la gloria de Deauville fue el casino, al que Eugène Cornuché llevó su clientela del Chez Maxim´s de París, amalgama de la mundanidad de la Belle Époque, mujeres galantes, aristócratas, millonarios y turistas.
En los “felices veinte” del pasado siglo el veraneo dio paso en las playas y ciudades balnearias de Europa (las norteamericanas fue así desde el principio) a la burguesía y funcionariado, de modo que servía de carrera de consolación para un rol que no se alcanzaba a representar en las capitales.
Fue el modelo de San Sebastián, que tuvo la playa del veraneo regio desde Isabel II: los propietarios de las grandes villas y los clientes de los hoteles de lujo, hacían un vida retirada, bajaban a la Concha a las horas de menos afluencia, gastaban las tardes en la terraza del casino, acudían a las corridas de la Semana Grande, y su expansión más importante era un paseo hasta Igueldo. Las clases medias de Madrid, que emulaban este veraneo, intentando introducirse en los círculos de las clases altas, en palabras del diplomático, político y escrito “decadentista” granadino Melchor Almagro San Martín, corrían, como en los hipódromos, la carrera de consolación.
La popularización del veraneo
La popularización del veraneo, en que la clase media viajaba en vacaciones al campo o la playa fue, en general, consecuencia del desarrollo económico posterior a la II Guerra Mundial, que en España llegó en los años sesenta.
Las vacaciones escolares son una práctica británica, instaurada desde mediados del siglo XIX, procedente de las escuelas rurales, luego exportada a Francia, Alemania y Austria, con la función de que los niños colaboraran con las familias en la cosecha, y tuvieran un tiempo de descanso después, antes de enfrentarse al curso.
Las vacaciones laborales pagadas son muy posteriores: las primeras vacaciones pagadas anuales en sentido riguroso, ferienpege, se adoptó en Dinamarca en 1932, Francia tuvo dos semanas laborables con el Frente Popular en 1936, y Reino Unido y Estados Unidos imitaron muy pronto. España adoptó la de siete días de permiso retribuido al año en la Ley de Contrato de Trabajo en 1931, y el Fuero del Trabajo de 1938 reconoció el derecho de vacaciones, sin establecer duración.
La evolución del descanso estival en la enseñanza y de las vacaciones laborales, en un momento de crecimiento económico, en que se produce el éxodo rural al sector servicios de las ciudades no industriales y estalla el turismo de sol y playa en el mediterráneo y las islas, millones de personas pertenecientes a las clases medias y trabajadoras pudieron gozar de hacer un merecido alto en la rutina cotidiana, pasando el verano en la playa.
Un veraneo en compañia de una pandemia
El veraneo de 2020 simplemente no es normal, porque ser novedosamente normal resulta una contradicción ideológica. Es el veraneo del Coronavirus. La desescalada hasta una situación de restricciones sociales de menor intensidad que las previas en la alarma sanitaria se ha mostrado arriesgada, en tanto que las situaciones de proximidad incontrolable de los grupos de seres humanos, sobre todo en el sector, juventud y profesionales de la noche, que desea aprovechar la relajación para intensificar su agitado veraneo (aunque no solo, por ejemplo, la aglomeración de temporeros de las cosechas), han determinado un rebrote creciente de contagios.
El filósofo y activista cultural esloveno Slavoj Žižek considera en su obra Covid-19 Shakes the world, que un tiempo de Noli me tangere por el contagio, con el mandato de no tocar a los otros, ni dejarse tocar, de aislarnos cada quien, y mantener la distancia adecuada entre los cuerpos, refuerza el vínculo con los demás en la proximidad. Esto genera una suerte de mayor cercanía espiritual, con lo que la pandemia, aparte de tener que superarse el sufrimiento físico de muchos y la depresión económica derivada, puede deparar algo bueno para la humanidad. Si acierta a responder al interrogante sobre cuál es el defecto de nuestro sistema, para que nos haya pillado desprevenidos esta ruina, a pesar de que los científicos tenían advertido desde hace tiempo la llegado de algo semejante.
Noli me tangere
Noli me tangere es lo que La Vulgata latiniza de la frase en griego del Evangelio de San Juan (20:17), para la frase con que apercibió el Mesías a María Magdalena cuando, una vez resucitado, ésta había terminado por reconocerle, tras de parecerle un hortelano, y le pretendía tocar (retener, en la más cierta traducción del verbo griego, o acariciar, en la mundanidad rechazada de la interpretación del filósofo Derrida).
La dogmática tradicional considera que el mandato condensa la instrucción del modelo del cristiano por venir, consciente de lo que significa la Redención mediante la pasión y muerte del Señor hecho hombre, desapegándose de la fugaz dimensión humana del Resucitado. El Jesús amado por María Magdalena había dejado su naturaleza de las criaturas para pasar al plano del Creador, y por ello se le ha solido representar en la escena con su iconografía de Glorioso.
Noli me tangere también es el título de la primera y fundamental novela de José Rizal, el mártir de la patria filipina, fusilado el anteúltimo día de 1896 en Manila por condena en Consejo de Guerra de la Colonia española. En una carta a su amigo, el pintor filipino residente en Madrid, Félix Resurrección Hidalgo, Rizal explica el porqué del título del libro:
“El libro contiene cosas de las que nadie entre nosotros ha hablado hasta el presente; son tan delicadas que no pueden ser tocadas por ninguna persona. En lo que a mí toca, he intentado hacer lo que nadie ha querido. Yo he querido responder a las calumnias que por tantos siglos han sido amontonadas sobre nosotros y nuestro país”.
«No me toques»
Žižek interpreta el Noli me tangere, conectándolo a la respuesta de Jesús ante los discípulos que indagaban cómo le conocerían cuando volviera, cuando resucitara, ante lo que expresó que Él estaría siempre con ellos, entre los creyentes, en tanto entre ellos se amasen. Por lo tanto, Jesús está entre los fieles, pero no como una persona que se pueda tocar, sino en la forma del amor y la solidaridad que surge entre la gente. Por ello, el “no me toques” es indicación de que se toque con intención amorosa a las demás personas, ya que el Hijo de Dios siempre estará, pero no en un forma que pueda ser tocada. Y el mandato de la lucha contra el rebrote de la Covid-19, de no tocarnos, con todos los resultados negativos, por acción de éstos, puede mejorar nuestra sociedad.
Y no porque nos haga más sabios y prudentes, sino porque el deseo de sobrevivir frente al virus, que no es más que un mecanismo obseso de reproducción en las células humanas, debe llevar a un nuevo tipo de sociedad, regida por lo que considera un modo de comunismo (una organización global del futuro, que no es individualista, nada qué ver con experiencias del pasado que afearon la denominación). Modo que rechaza la barbarie, de la supervivencia del más fuerte, santificada por la opinión de los expertos, en un capitalismo totalitario de estilo chino.
Esta tesis puede aproximarse al leninismo de “cuanto peor, mejor”, que nunca ha traído nada bueno. Pero su justo término se puede hallar en el efecto de la distancia interpersonal, en el no tocarse. No es, o no es solo, como dicen los críticos del supervivencialismo, que la sociedad contemporánea no crea en nada, más que en meramente seguir vivo cada individuo, y sacrifica todo por ello (las condiciones vitales, las relaciones sociales, el trabajo, la amistad, las afecciones, las creencias religiosas o políticas).
En realidad, la lucha contra la pandemia acerca a la gente de manera positiva, como en el mensaje del Noli me tangere: mantener una distancia determinada entre los cuerpos es una forma de mostrar el respeto por el otro, porque es posible que uno sea transmisor del virus sin saberlo. Los jóvenes que nos quieren guardan distancia y se proveen de mascarilla, por temor de contagiarnos, sabedores de que ellos bien podrían pasar el mal sin mayores consecuencias, pero, infectándonos, podrían matarnos a mayores o enfermos.
Un virus discriminador en una humanidad dividida
El virus no es democrático sino discriminatorio, todo lo contrario a la discriminación positiva de las sociedades avanzadas en favor de las personas con necesidades especiales. La disuasión de la “distancia mutua segura” es la norma de la supervivencia, como era la “destrucción mutua segura” la disuasión de la Guerra Fría. La responsabilidad individual para que no se extienda en virus es la norma social nueva, algo en lo que la sociedad ahora debe creer, por encima de contar con un sistema de salud potente para proteger a las personas.
El otro extremo de la barbarie es el de los situacionistas, que auspiciaron en Mayo del 68: Vivre sans temps mort, jouir sans entraves (vive sin tiempos muertos, disfruta sin freno). Es el paradigma de los colectivos en que el veraneo ha deparado la proliferación de contagios. El confinamiento pudo aprovecharse por muchos, sin trabajo presencial, para la contemplación, para mirar atrás en el tiempo, y repasar el sentido, o el sinsentido, de su vida. Ahora que queda la distancia interpersonal, no debe volverse a lo que, de suyo, es negativo, porque es obligado, y no es lo importante, salvo para la vocación monástica, sino la lucha por una estructura social justa.
Vuelta a las cuarentenas a la que puede llevar el negacionismo, y el desastre al que lleva apurar la diversión colectiva, sin dejar espacios de detenimiento y reflexión en la vida, pues termina en puro aburrimiento. No como el de los primeros aristócratas veraneantes, pero, al final, monotonía del goce, que puede actualmente ser homicida.