Varias fotografías inmortalizaron el momento, en que un Ernest Hemingway degradado visitó a Pío Baroja moribundo, que debió ser hacia el “Día de la Hispanidad” (12 de octubre) de 1956 según el testimonio del acompañante vernáculo, José Luis Castillo-Puche, y el articulo de Blanco y Negro.
En esta, la más difundida, se encuentra el escritor donostiarra tendido en la cama, con pijama, gorro de dormir y un fular anudado al cuello, con expresión perpleja, y el norteamericano, con traje oscuro, chaleco de punto y corbata, encogido y con actitud conmovida, en el instante en que había dejado un jersey y unos calcetines, como obsequio encima de la colcha. En otra foto, sacada desde el lateral detrás de Hemingway, aparece dedicándole su libro Farewell to arms (‘Adiós a las armas’), que debía ser la edición que recientemente se había autorizado a Luis de Caralt (Barcelona), puesto que la inicial en español, que llevaba 16 años circulando, fue argentina, por los óbices de la censura franquista. También regaló Hemingway una botella de whisky Johnnie Walker, haciendo bueno lo de que el mejor presente es el que gusta al donante, aunque, ni siquiera saludable, puede pensarse que Don Pío lo degustara, dada su frugalidad en menesteres espirituosos exótico
La retina histórica del momento, en la oscura España del aislacionismo franquista, interpretó la escena como el reconocimiento del discípulo de renombre internacional, acendrado amante de España -a pesar de su “equivocación” por las inclinaciones republicanas en la Guerra Civil-, al maestro vernáculo de la narrativa realista, en sus días más oscuros, en el seno de la oscuridad cultural patria.
Sin embargo, ni Hemingway estaba en la cresta de la ola de la gran novela americana, ni Don Pío pudo comprendió la cortesía, ni se acierta con la razón genuina de esta tardía postergación de uno ante la postración del otro.
Hemingway, la aventura de una vida literaria hacia la autodestrucción
Pío Baroja se cayó en su casa madrileña de Ruiz de Alarcón 12, se partió el fémur siendo operado de urgencia, y su salud, aquejada de arterioesclerosis, empeoró. Conforme a lo que escribió Castillo-Puche, Hemingway mantuvo, en su visita consternada y de improbable humildad que, antes que el mismo le correspondía tener el Premio Nobel a Baroja, el maestro. El moribundo no parece que entendió quién era ese hombre corpulento de acento extranjero, y además le daba igual, evocando los grandes autores de su generación, de los que Don Pío pasaba ampliamente.
Hemingway tenía la cabeza dura, como demuestra la cantidad de golpes serios sufridos en el cráneo a lo largo de sus años. E internamente también, pues era obsesivo, y algún poderoso motivo removió su personalidad, ya muy deteriorada después de los sucesivos accidentes de avión en Uganda de principio de 1954, en los que se le dio por muerto. Habiendo sido lugar común de los precipitados obituarios de la prensa mundial su tema recurrente de la persecución de la muerte en aventuras arriesgadas, de las que Hemingway era casi siempre el personaje protagonista.
Se puede especular con su preocupación en la experiencia de la vejez y la muerte de Baroja, sin haber llegado a conocerlo personalmente que, al contrario de muchos de personajes de éste, nada tuvo de aventurero. El escritor estadounidense, en un periodo de sequía creadora, había estado en cama varios meses antes de viajar a los sanfermines de 1956, y en este viaje volvió a enfermar. A lo que parece, en sus estadías en España, recobradas desde los sanfermines de 1953, había rebajado por periodos su consumo de whisky, sustituyéndolo por vino rosado de La Ribera. La unción con la que abordó la visita a Baroja contradice la rebeldía y aversión al artificio, de que alardeó Hemingway en sus buenos tiempos.
El Big man de Oak Park (Chicago) había recibido el Nobel de Literatura dos años antes, el 28 de octubre de 1954, que no fue a recoger, por estar recuperándose en Cuba de su africana falsa muerte anunciada, y por la suspicacia producida sobre que el adelanto de su desaparición hubiera propiciado la elección. Precisamente sobre estos siniestros precedentes versó una de las pocas entrevistas de Hemingway, a la NBC, filmada en su Finca Vigía, cerca de La Habana, compensación de quien no gustaba de hablar en público, por haber dejado solo su discurso de agradecimiento, sin acudir a la ceremonia del 10 de diciembre en Estocolmo.
Respecto de este Nobel decaído, en la monacal habitación, con vocación de modesto féretro de Baroja, se mostró éste asombrado y distante, demostrando resignada aceptación del fin, frente al miedo y la desesperanza que evidenciaba el visitante.
Para cuando en el verano de 1959 volvió Hemingway a Cuba de sus últimos sanfermines, su incapacidad para escribir se había instalado, y después del siguiente viaje a España, cuando estuvo encamado gravemente enfermo, al regresar a EE.UU. en octubre de 1960, y quedar en su casa de Ketchum (Idaho), se descaró la hemocromatosis hereditaria y una psicosis avanzada, lo cual desembocaría en el suicidio- práctica inveterada en su familia- mediante disparo de escopeta, también y al final en el cráneo, el 2 de julio de 1961, 18 días antes de su sexagésimo segundo cumpleaños, siendo enterrado el día de San Fermín en ceremonia católica.
Pío Baroja, una vida entre ambigüedades y anticlericalismo
Pío Caro Baroja, sobrino de Don Pío, documentalista entonces residente en México, regresó a España con la última enfermedad de su tío, y fue quien se encargaba de regular la atención mediática. Facilitó la visita de Hemingway, solicitada por Castillo-Puche, y que las cámaras entraran en la habitación de su tío para recoger el testimonio de sus últimos días.
Caro Baroja era socio de la productora Uninci -que luego haría Viridiana (1961), de Luis Buñuel-, y también lo era Bardem, aclamado ya entonces por la Muerte de un ciclista (1955). El joven Saura tomaba fotos. Tenían el proyecto de rodar un documental titulado “La muerte de Pío Baroja”, en la que se entrevistaba al escritor, pero la película no se terminó, puesto que al día siguiente expiró, y que el material filmado está perdido.
La cámara y el conocido actor conceden una sensación de irrealidad a la elegante agonía de Baroja, no muy superior a la previa concurrencia del famoso Hemingway, cuando era auténtica, e incluso de antonomasia, por el yacente, su edad, y el lugar, en un tiempo en que se moría mucho menos en hospitales.
Las figuras de Juan Ramón Jiménez, Pío Baroja y Hemingway
No era Hemigway en único Nobel de literatura que convocaba Madrid en octubre de 1956. También lo recibió Juan Ramón Jiménez (cuyo apellido materno era tan poco poético y espiritual como Mantecón), y tampoco aceptó en persona. Jaime Benítez, rector de la Universidad de Puerto Rico fue quien recogió el galardón en su nombre, permaneciendo en Puerto Rico Juan Ramón y Zenobia, en donde se habían establecido en 1950 , para dar clases en Recinto de Río Piedras, sede de la Universidad.
Es difícil encontrar literatos tan disímiles como Juan Ramón Jiménez y Pío Baroja. Juan Ramón era –explícitamente pretendido- el paradigma del poeta en su Torre de Marfil, intelectual distante y severo. Baroja un narrador escéptico, que no huye de las ideas vivientes y brutales. Les unía ser rabiosamente ajenos a catalogaciones generacionales, ser opinantes descarnados respecto de los demás escritores contemporáneos, y haber sido acusados de falta de una implicación fácilmente etiquetable en asuntos sociales y políticos (aunque uno se expresó en favor de la República y el otro del régimen de Franco). Y su anticristianismo, el de Baroja sectario y desengañado, el de Juan Ramón, de un ateísmo sufriente.
La irascibilidad y maledicencia, en Juan Ramón elitista, en Hemingway etilista, y en Baroja sencillamente sombría, conecta los literatos, el que moría, y los que habían recibido el Nobel en su etapa de decadencia.
La polémica con sus coetáneos hicieron que Juan Ramón y Pío Baroja explicitaran su repulsa recíproca. No se aguantaron nunca, aunque en definitiva, los dos fueron escritores desde sendas atalayas, la del primero, intelectual, la del segundo, de la aventura desilusionada.
Juan Ramón tenía dicho que el Nobel se daba a autores muertos en vida, y no tenía ningún gusto por los premios ni los homenajes, no le gustaba sentirse agasajado. Sólo le habría hecho ilusión por Zenobia (en su nota de aceptación dejó dicho que ella era la verdadera ganadora del Nobel), que no llegó a enterarse, como no lo hiciera Pío Baroja. El homenaje de éste, que aceptó con tanta modestia como estupor, fue una botella de whisky, del Nobel que no escribió desde una atalaya, sino desde sus propias aventuras. No queda, sin embargo, claro quién fue, a la postre, mayor fracasado, si el autor de éxito, como Hemingway, que fabricó su mito, o el autor derrotado, como Baroja, que nunca creyó en una Verdad y una Moral, o el otro Nobel, Juan Ramón, que anheló ambas, sin llegar a identificarlas.
En todo caso, los tres, parafraseando el discurso del Nobel de Hemingway, fueron escritores lo suficientemente buenos, que enfrentaron en soledad la eternidad, no su falta, cada día, y por ello permanecen.
Camilo José Cela y el tránsito de la muerte de Pío Baroja
No fue Hemingway el único Nobel de literatura concitado el día que murió Baroja, sino que además del que sobrevolaba espiritualmente desde Puerto Rico, físicamente estuvo otro, aunque todavía no se supiera, Camilo José Cela.
Camilo José Cela portó el féretro con el cuerpo de Pío Baroja, y lo acompañó al Cementerio Civil. Había nevado sin cuajar el día anterior, y era un día frío. Camilo José Cela se había aficionado a la tertulia a que acudía Baroja, cuando volvió de Francia definitivamente y estaba en Madrid, después de la Guerra Civil. Cela le había pedido que prologara su novela La Familia de Pascual Duarte, ambientada en la Extremadura rural, tan ajena a Baroja. No quiso Don Pío, al decir del novel polígrafo, porque le expresó su convencimiento de que no iba a pasar la censura (Cela fue censor en los años cuarenta del pasado siglo), y que les iban a meter a los dos en la cárcel.
El 19 de octubre de 1989, el escritor de Iria Flavia (Padrón) Camilo José Cela se convirtió en el quinto escritor en lengua castellana en recibir el Nobel de Literatura. La Academia Sueca le concedió el prestigioso galardón “por una prosa rica e intensa, que con refrenada compasión configura una visión provocadora del desamparado ser humano… Renovador de la literatura y el lenguaje”
En el otoño de 1956 Camilo José Cela, ya trasladado establemente a Mallorca, después de ganar literariamente Madrid como propagandista intelectual del régimen franquista, tenía publicado el año anterior, a cambio de una cantidad de dinero fabulosa, “La Catira”. Primera de la serie de cinco o seis novelas contratadas por el dictador venezolano Marcos Pérez Jiménez para los siguientes diez años. El fin de este proyecto era promocionar dicho régimen, ensayando la fabulación de la historia del país en una suerte de nueva habla o dialecto llanero, amén de contribuir a la política de emigración española a Venezuela de aquéllos años de la autarquía. Dicho programa fue cancelado por el tremendo escándalo en los círculos culturales venezolanos.
Cuatro meses más tarde, en febrero de 1957, fue elegido Cela miembro de la Real Academia Española, donde ocupó el sillón Q, presentando su discurso el día 27 de mayo, al que respondió Gregorio Marañón (Pío Baroja había sido elegido académico de la Real en la II República, y tomó posesión el 12 de mayo de 1935 con el discurso titulado “La formación psicológica de un escritor”, respondiéndole también en nombre de la corporación, Gregorio Marañón, y ocupando el sillón a).
Al contrario que Pío Baroja, cuyo premio último fue una botella de whisky del galardonado y fracasado Hemingway, Camilo José Cela fue un denodado autopropagandista, y nadie ha recibido consecutivamente, el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 1987, el Premio Nobel de Literatura en 1989, y el Premio Cervantes en 1995, amén de un marquesado creado por El Rey Juan Carlos I ex proffeso.
Y al contrario que Hemingway y Juan Ramón, Cela cultivó su propia imagen a través de una novelística -sin que sea el único género abordado- sin estilo, sin norma, diferente cada vez en temática y en técnica. Al romper los esquemas clásicos, con su fórmula de humor, truculencia léxica, y escatología, probablemente introdujo la narrativa española en la modernidad.